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Diego era el penúltimo de aquellos hombres que aprendieron el oficio en tiempos de semiclandestinidad, por mera tradición oral y con el testimonio vivo de su padre como únicas referencias. Los cuadrilleros no protagonizaban mesas redondas ni debates televisivos, y la gente que se metía debajo de los pasos se contentaba con no dañarse la espalda más de la cuenta, unas pesetas y una botella de vino.
Diego empezó a tocar el llamador y acabó agarrándose al martillo de una evolución costalera a la que sobrevivió a base de afición. Pasó con nota la prueba que supuso la extinción de aquellas cuadrillas de asalariados y la proliferación bajo los pasos de jóvenes desconocedores de la historia. Paradojas de la vida, fue entonces cuando empezó a ser olvidado por las hermandades que tanto habían confiado en su poder de convocatoria en momentos ciertamente complicados.
Y ocurrió que Diego debió conformarse entonces con vivir la Semana Santa desde la acera, viendo pasar ante sí los llamadores a los que tantas noches de invierno se había aferrado, cuando apenas había costaleros para completar las cuadrillas y cuando la gente se conformaba casi con salir de los pasos teniendo la garantía de poder levantarse al día siguiente para seguir trabajando.
Cuánta experiencia y oficio prematuramente desaprovechados. Cuánta ignorancia de quienes no tienen la humildad de permitir que cada cual se dedique a lo que sabe, a lo que ama, a lo que ha mamado desde pequeño. Diego, descansa en paz y perdónanos tanta injusticia. Vamos al cielo, Gorrión.
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